27.8 C
Monclova
miércoles, diciembre 24, 2025
spot_img
InicioNoticiasNavidad absurda

Navidad absurda

La Navidad no es un ornamento del calendario ni un paréntesis sentimental para mitigar el cansancio del año. Es una irrupción. Un acontecimiento que quiebra la lógica del poder y pone en crisis nuestras certezas.

La Navidad incomoda porque proclama una verdad que el mundo no tolera: Dios no se revela en la grandeza, sino en la pequeñez; no en la fuerza, sino en la vulnerabilidad; no la vanidad, sino en la humildad; no en el ruido, sino en el silencio.

TE PUEDE INTERESAR: Jamás de rodillas

Dios se hace pequeño. No como metáfora, sino como decisión. No se impone, no conquista, no irrumpe con ejércitos ni con milagros espectaculares. Se entrega. Se expone. Se deja tocar.

Se hace niño. Y en ese gesto -aparentemente frágil, radicalmente subversivo- queda al descubierto la mentira sobre la que se sostiene la historia: que el poder salva, que la acumulación protege, que la fuerza garantiza la vida.

AGACHARSE

La Navidad es una denuncia silenciosa contra toda soberbia. Contra toda economía del descarte. Contra todo orden social que glorifica la eficiencia y desprecia la fragilidad.

Dios no entra por las puertas altas; exige que nos agachemos. No negocia con los fuertes; se recuesta entre los pobres. No bendice nuestros excesos; desvela nuestras carencias morales.

Dios necesita de nosotros para amarnos. No porque le falte amor, sino porque ha decidido no violentar nuestra libertad. La Navidad no es un gesto piadoso para tranquilizar conciencias, ni para evadir picores del alma, ni tampoco una escena tierna destinada a la nostalgia de la vida ida.

Es una exigencia radical: “nacer de nuevo”. Cambiar de mirada. Cambiar de un corazón frio a uno tierno y cordial. Cambiar de vida. Todo lo demás es simulación.

ESCÁNDALO

El relato del nacimiento no es decorativo; es escandaloso. No hubo lugar en la posada. Hubo un pesebre. No hubo honores. Hubo intemperie. No hubo seguridad. Hubo riesgo.

Esa ausencia no es un accidente del relato: es su núcleo. El mundo estaba lleno, pero no había espacio para Dios. Como hoy. Colmado de agendas, de escaparates, de mercancías, de discursos, de fiestas, de consumo; vacío de compasión, de justicia, de misericordia, de silencio.

El pesebre no es una escena pastoral. Es una acusación. Revela un mundo que expulsa, que margina, que deja fuera. Un mundo que sigue negando lugar a los pobres, a los migrantes, a los enfermos, a los ancianos, a los que no producen, a los que no cuentan. Dios nace allí donde el sistema fracasa, porque allí comienza la verdad.

La estrella tampoco es un adorno celestial. No ilumina; orienta. No deslumbra; incomoda. Obliga a ponerse en camino. Enseña que la fe no es posesión ni certeza cómoda, sino búsqueda, desplazamiento, riesgo. La estrella no ahorra el camino: lo exige. No promete seguridad: convoca fidelidad.

PEQUEÑEZ

Como recordó el Papa Francisco, con palabras que hoy suenan casi subversivas: “El Señor nunca se impone con la fuerza. No utiliza la varita mágica para cambiar la historia. Se hace pequeño, se hace niño, para atraernos con amor”.

TE PUEDE INTERESAR: Salvar el alma: la lucha contra la corrupción

Jesús no ama las revoluciones de los potentes ni las victorias que humillan. Ama los gestos pequeños, los actos silenciosos, las manos que se tienden sin publicidad. Y esta elección divina deja al descubierto la idolatría de nuestro tiempo: creemos en un Dios humilde, pero vivimos como si solo el poder, la fama y el dinero salvaran.

ANTE BELÉN

Desde esta luz -o, mejor dicho, desde este inmenso silencio- nuestra realidad resulta incómoda. México se proclama mayoritariamente católico y, sin embargo, celebra la Navidad cada vez más lejos de su centro. Hemos cambiado el misterio por el mercado, el silencio por el ruido, la fraternidad por el consumo. Celebramos sin convertirnos. Festejamos sin transformarnos.

Hay luces por doquier, pero poca claridad interior. Hay regalos, pero escasa entrega. Hay discursos y “clichés” de buenos deseos, pero mínima disposición al sacrificio. Nos hemos habituado a una Navidad sin pesebre y sin pobres; sin exigencia y sin conversión.

Y, sin embargo, la Navidad no olvida. Juzga. Interpela. Desnuda. Celebrarla mientras millones pasan hambre es una contradicción moral. Encender luces mientras se apagan vidas es una impostura espiritual.

Llamar “fiesta” a lo que muchas veces no es más que evasión revela hasta qué punto hemos “domesticado” el Evangelio.

HAMBRE

Hoy, más de 735 millones de personas padecen hambre en el mundo. No por fatalidad, sino por decisiones humanas. No por escasez, sino por injusticia. Y, aun así, hablamos de exceso como si fuera virtud.

En México el hambre revela la manera cruel en el cual el cuerpo humano es violentado diariamente por la estructura económica, política y social: alrededor de una tercera parte de los hogares enfrenta dificultades para acceder de manera regular a los alimentos, y más de 20 millones de personas viven algún grado de inseguridad alimentaria.

No se trata de una fatalidad, sino de una herida social persistente. El hambre es siempre una herida ontológica: recordatorio de que la vida se sostiene en lo más elemental, en ese acto cotidiano de comer, que debería ser un derecho inviolable y no una ruleta entre la carencia y el exceso.

PREGUNTAS

La Navidad no responde primero; pregunta. Y sus preguntas queman. ¿Tiene sentido acumular mientras otros no sobreviven? ¿En verdad se necesita tanto para vivir? ¿Podemos dormir en paz sabiendo que nuestro bienestar se sostiene sobre la exclusión de otros? ¿De qué sirve proclamar fe si toleramos estructuras que producen miseria?

Belén nos obliga a detenernos. A desmontar la indiferencia que endurece el corazón. A reconocer que el silencio ante la injusticia no es neutralidad, sino complicidad. El nacimiento de Jesús nos exige cuestionar – con rigor y valentía – el orden político, social y económico que normaliza la desigualdad y convierte la miseria en paisaje.

La Navidad nos recuerda que la mano de Dios sigue tendida, pero solo puede hacerse visible a través de nuestras manos. No hay otro modo. No hay milagro que sustituya la responsabilidad.

JESÚS INCÓMODO

Hoy recordamos a un hombre que conoció el frío, el hambre y la traición. Un hombre sin propiedades, sin poder, sin privilegios. Un hombre que caminó entre leprosos, pobres y pecadores; que incomodó a los religiosos, desnudó a los poderosos y devolvió dignidad a los despreciados.

Vivió apenas treinta y tres años, pero su palabra atraviesa los siglos porque no pactó con la mentira. No vino a recibir, sino a darse. No vino a tranquilizar conciencias, sino a despertarlas. Su vida fue breve, pero su verdad es eterna.

Martín Descalzo lo dijo con lucidez temblorosa: “Belén no fue una anécdota; fue un giro cósmico”. Y añade una imagen decisiva: la puerta de la Basílica de la Natividad es tan baja que solo se entra agachándose. El hombre moderno, orgulloso y autosuficiente, no sabe crecer así. No comprende que a Dios solo se llega por la puerta de la pequeñez, del asombro y del silencio.

TE PUEDE INTERESAR: Lista de deseos: el sentido de la Navidad

MIENTRAS

El nacimiento de Cristo es la gran noticia que acompaña a la humanidad desde hace más de dos mil años. Pero nuestro tiempo -dominado por el egoísmo, la competencia y la fragmentación- ha perdido la capacidad de comprenderla. Para muchos, la Navidad se ha reducido a una celebración superficial, a una felicidad de consumo rápido, a un paréntesis sin consecuencias.

No puede haber auténtica Natividad mientras persista el desamor en nuestras comunidades. Mientras sigamos idolatrando el poder, la fama y el dinero. Mientras nuestras escuelas, trabajos y hogares se deshumanicen. Mientras valoremos más lo visible que lo invisible. Mientras el pobre siga siendo una molestia y no un hermano.

PEQUEÑEZ

Si queremos vivir una Navidad verdadera y auténtica, debemos despojarnos. Hacernos pequeños. Renunciar. Callar. Aprender de nuevo a mirar. Solo así el pesebre dejará de ser una imagen y se convertirá en una forma de vida.

Belén nos recuerda que, en el ocaso de la existencia, no se nos preguntará cuánto tuvimos, sino cuánto amamos. No cuántas cosas acumulamos, sino cuántas vidas tocamos. Porque Navidad somos cuando nuestra vida se vuelve luz para otros, cuando el amor vence al miedo y el bien se impone -no por fuerza- sino por fidelidad.

Quien celebra la navidad sin Jesús, sencillamente, no es cristiano, todo se vuelve un rito desvanecido de su presencia. Y donde Cristo no nace, la Natividad es solo ruido y contabilidad. Solo una navidad absurda.

Que el Silencio del nacimiento de Jesús sea juicio y esperanza, herida y consuelo, exigencia y promesa. Sobre todo, camino y vida.

cgutierrez_a@outlook.com

NOTICIAS SIMILARES

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

- Advertisment -spot_img

MAS POPULAR

COMENTARIOS RECIENTES