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martes, octubre 21, 2025
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Los ladrones neófitos de las joyas del Louvre

“¿Quieres fornicar?”. Eso le preguntó a Babalucas una musa de esquina. “No, gracias –declinó el badulaque–. Ya tengo demasiadas tarjetas”… La romántica doncella arrancaba uno por uno los pétalos de la margarita al tiempo que decía: “Me quiere… No me quiere…”. Al final exclamó con alegría: “¡Me quiere!”. La mamá de la joven le dijo con tono acre: “Ahora pregúntale te quiere qué”… La feligresa del padre Arsilio le comentó: “Mi esposo se gana la vida haciendo el sexo con señoras de edad madura y ricas”. El sacerdote se escandalizó: “¡Ésa es una actividad indigna!”. “Estoy consciente de eso, señor cura –replicó la mujer–. Le diré a mi marido que la deje cuando acabemos de pagar la casa”… A riesgo de ser culpado de herejía diré que el Louvre no es mi museo favorito, ni “La Gioconda” mi pintura predilecta. Pienso que si doña Mona Lisa fuera al Prado y viera “Las Meninas” de Velázquez cambiaría su famosa enigmática sonrisa por un gesto de asombro admirativo. Otra declaración haré que me pondrá en peligro de ser tildado de rastacuero: no me gustan las joyas. Ni a la amada eterna ni a mí nos atrajeron nunca las piedras preciosas; preciosas, sí, pero al fin y al cabo piedras. Alguna vez, en casa de hombre rico, recordé un lindo soneto trisilábico escrito por un poeta coahuilense, Jesús Flores Aguirre: “Precioso / racimo / oprimo / amoroso. / Goloso / lo arrimo, / y exprimo / y destrozo. / El mostro / de agosto / simula / granate, / y abate / mi gula”. Días después recibí dos anillos de plata, uno para la amada, el otro para mí, con sendos granates engarzados en el metal. Ni ella ni yo los usamos nunca. No nos gustaban las alhajas. Por ahí deben estar los tales anillos, olvidados en algún cajón. Respeto, claro, a quienes sienten la extraña fascinación que inspiran las perlas y las joyas. Hay diamantes, rubíes y esmeraldas con leyenda y nombre que se perpetúa. No pude evitar, sin embargo, que al diablillo que todos llevamos dentro le ganara la risa, siquiera fuese en modo vergonzante, al conocer la audacia y desparpajo con que actuaron los ladrones que robaron joyas de la colección del Louvre. Su acción me hizo recordar películas como “Topkapi”, de Jules Dassin, y desde luego “La Pantera Rosa”, de Blake Edwards. Neófitos han de ser los delincuentes: en su fuga dejaron caer una de las alhajas más valiosas que habían sustraído. Aun así su robo –de película– sacudió a Francia y estremeció al Gobierno. Difícil les será a los audaces pillos obtener provecho de su latrocinio, por el conocimiento que hay de lo robado, y es muy posible que tarde o temprano la policía nacional les eche el guante, pero mientras tanto aquel diablillo se sigue riendo por lo bajo… No todo tiempo pasado fue mejor. Antiguamente las mujeres que no se casaban eran objeto de discriminación social. Se les llamaba “solteronas”, “quedadas”, “cotorronas”, y se decía que estaban sólo para vestir santos. Lo de “cotorronas” les venía porque algunas de ellas volcaban su cariño en un cotorro. Uno tenía la señorita Himenia. Por las mañanas lo sacaba a la ventana de la calle a que tomara el sol. El loro era maldiciente. El alcalde del pueblo pasaba por ahí, y tan pronto el loro lo veía empezaba a gritarle con voz ríspida: “¡Ratero! ¡Sinvergüenza! ¡Cínico! ¡Bribón!”. Eso regocijaba mucho a quienes oían los dicterios, pues nada de mentira había en ellos. Lleno de enojo el munícipe amenazó a la señorita: si no quitaba de ahí a su pajarraco se lo confiscaría. Así, Himenia echó al perico al corral de las gallinas. El gallo fue hacia él con evidente intención lúbrica. “¡Momento! –lo detuvo el loro–. ¡Exijo respeto para un preso político!”… FIN.

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