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¿Gusta un chocolatito?

Cada vez que voy a Oaxaca cumplo un rito: en el antiguo convento de Santa Catalina de Siena, ahora moderno hotel, me tomo un chocolate. Luego voy a las calles vecinas del mercado, y en “El mayordomo”, una de las viejas y tradicionales chocolaterías que ahí se hallan, pido que me preparen la sabrosa mixtura del cacao con los finos sabores de la vainilla y la canela.

Ya se perdió en Saltillo la costumbre del chocolate. Antes era obligado en el desayuno y la merienda. Todo mundo tomaba chocolate. Éramos una ciudad chocolatera. Entonces había tiempo para cinco alimentos cada día. Por la mañana, tempranito, el desayuno; luego, un poco más tarde, el rico almuerzo; después, al mediodía, la comida; a las 5 o 6 de la tarde, la merienda, y por la noche la cena, moderada, que los señores acompañaban luego con un leve ejercicio ritual: “Después de cenar, cien pasos dar”.

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El desayuno y la merienda consistían en lo mismo: una taza de chocolate con pan de azúcar. Al chocolate se le atribuían virtudes de todo orden: hacía que los niños se acabaran de criar bien; fortalecía a los adultos para los menesteres diurnos y nocturnos; calentaba la sangre a los ancianos; a todos en general daba vigor. Yo, chiquillo enteco y desmedrado, iba a confesarme con el Padre Secondo, de la Compañía de Jesús. Cómo me vería aquel santo sacerdote, que siempre me decía dándome una palmadita en la cabeza:

-De penitencia te tomas una taza de chocolate con dos piezas de pan de azúcar.

El chocolate es una bebida religiosa.

Católico chocolate,

que de rodillas se muele,

juntas las manos se bate

y viendo al cielo se bebe.

Ya no tenemos tiempo para el chocolate. El de metate -aquel que se molía de rodillas- ya no existe. Antes el jarro donde se batía y el correspondiente molinillo eran utensilios obligados en las cocinas saltilleras. Aquí no se hacía el chocolate en agua, como en Oaxaca, sino en leche. Bien caliente, hirviendo, se ponía la leche en el jarro, y luego se depositaba el chocolate, una o dos tablillas, según. El calor de la leche y de la estufa y la enérgica acción del molinillo hacían que el chocolate se disolviera. Venía luego la obra de batirlo para que hiciera aquella noble espuma que coronaba, como diadema real, la taza.

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Podía consumirse aquella bebida pontifical a sorbos pequeñitos o, mejor todavía, sopeando el pan de dulce. Manjar divino aquél. ¿Cómo pueden ser niños los niños de hoy si no encuentran en la mesa del desayuno, antes de ir a la escuela, aquella humeante taza que daba fuerzas para cumplir hasta las más ímprobas tareas, como aprender las tablas de multiplicar? ¿Con qué ilusión regresan a la casa después de concluida por la tarde la jornada escolar, si no los aguarda otra taza de chocolate, premio mayor por haber ido a la escuela sin refunfuñar? Misterios son que yo no alcanzo a entender.

Por eso, en memoria de esas memorias, me tomo un chocolate en el antiguo convento de Santa Catalina de Siena, de Oaxaca. O en El Moro, de la Ciudad de México, en la vieja calle de San Juan de Letrán. Después de todo no me porto tan mal a veces. Merezco, por lo tanto, aunque sea de cuando en cuando, una taza de chocolate.

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