Amador Peña Chávez
EL PALAÚ QUE CONOCÍ
El Palaú al cual siempre me remito es el de los años cincuenta y el inicio de los sesenta, tal vez porque fue la época en que yo viví más intensamente. «Dame los primeros seis años de mi vida y yo te daré el resto» dijo Rudyard Kipling con un marcado acento freudiano, refiriéndose a la huella tan perdurable que dejan en el hombre sus primeros años, Palaú me dio los doce años y medio más increíbles de mi vida, así es que le salgo debiendo.
En este lugar al que me refiero, en mi infancia todavía perduraban las viejas viviendas de madera, muchas de ellas construidas con los mismos maderos de las casas de los minerales de San Felipe y el Hondo, Coah., al terminarse su explotación fue aprovechada para levantar el pujante y nuevo mineral de Palaú.
Las calles en aquel tiempo no tenían nombre alguno, las cartas llegaban simplemente con la sencilla dirección de «Domicilio Conocido, Tiro No. 2», aunque nosotros a los parientes lejanuos les poníamos el remitente de «Calle Comercial, Zona Centro» para que no fueran a pensar que vivíamos en un rancho, detalle que al cartero Pedro Kanagúsico le daba mucha risa.
Hoy dicha calle se llama Juárez y la casa corresponde a la marcada con el número 13. Colindaba por el lado este de la plaza, principiaba en el mismo portón de la casa de los Heitz y terminaba a la altura de la estación de ferrocarril.

Los datos importantes que podría mencionar de la misma, eran que topaba al norte con la casa más importante del pueblo, donde residía el gerente de la mina, el patio de la Casona Verde al estilo inglés de madera de machimbre donde en ese tiempo vivía el Dr. Romo, el callejón que daba con la Cajita del Niño Fidencio, el Templo Protestante, La Oficina Subalterna Federal de Hacienda y Correos, la tienda de Merejo, la Cooperativa Obrera, la tienda de don Cunino Becerra, la carnicería de los Yamamoto, la tienda de los Elguézabal, el molino de don Othón, la tienda de don Lorenzo Becerra, la casa de don Valeriano López y doña María Cantú, primera telefonista que hubo en el mineral o al menos la que tuvo la mejor voz; por la acera nuestra, la plaza, la Casa Magüita, la casa de doña Aurorita y Federico Rodríguez Jefe de Luz y Agua, la peluquería de mi padre, la casa de Pedro Mendoza, luego la de Petrita Nájera, la de don José García, la enorme casona de los Yamamoto, enfrente la de don Felipe González y doña Dorita, él, era el Jefe de la Estación de trenes; la de Amaya el tejedor de mecates y de sillas como de variados productos propios de esos menesteres; claro que otras muchas.
Mi casa era como cualquier otra de ese tiempo, de madera con techo de lámina de dos aguas y un portal al frente cerrado, pues alguna vez fue tienda de abarrotes llamada «La Reguladora» propiedad de José Hernández Sarabia y algo insólito para ese tiempo, con excusado inglés, que así le llamaban a la taza de ahora, claro, empleábamos una tina para vaciar, pues no había agua entubada; nunca me gustó, me parecía un cuento surrealista. Papá abrió grandes ventanas de vidrio para que estuviera más acorde con su negocio que era como ya lo dije, la peluquería y un pequeño taller de reparación de relojes.
Cuando no había clientela usábamos el sillón de cortar pelo como diversión y nos dábamos vueltas y vueltas hasta marearnos, por las ventanas veíamos bullir el mundo de entonces, el paso de los mineros al trabajo, el del exprés de don Leonel Gómez con la leche, era todo un espectáculo ver pasar la vida misma a través del cristal.
Cerca de mi casa, en los días de raya se ponían los «tendidos», eran unas lonas extendidas en el suelo y sobre ellas ropa, retazos, utensilios de cocina, zapatos y un sinfín de cosas que eran ofertadas al público «cuando había centavos».
Estaba también el molino de nixtamal, todavía recuerdo la fila de señoras y niños con sus ollas de masa, donde se ventilaban desde chismes hasta los últimos acontecimientos:
-¿Sabías que ya se va a casar doña Lola, la viuda de don Cruz?
-¿Quién? -respondía la otra intrigada:
-El que se mató en el «caído» de la mina.
-¡Nombre, qué bárbara! no guardó ni el luto.
-¿Viste a Rosa la de doña Juanita? Pos ya está depositada con Lupe Elguézabal, yo creo que no la dieron.
-Qué desfachatez de Zoila la del Tres, anduvo con medio mundo y ahora hasta se va a casar de blanco tú, a ver si no le hace escándalo el “Pifas”.
—¿Cuál Pifas? -preguntaba la otra con sumo interés: -Pos el último novio, el del Dos y Medio. ¡Ay no! para mí estaba mejor el del dientito de oro, ¿te acuerdas?, el que venía de Barroterán.
Y así, la vida misma, con todos sus defectos y virtudes, tomaba actualidad en aquel centro de información y de servicio: el molino de don Othón.
Martinita regando sus geranios por la mañana y ya en la tarde, sentada en su mecedora viendo hacia la plaza «a ver si llegaba Everardo» su efímero esposo que le prometió regresar; el convite de Toño, mal llamado «El Loco» rodeado de perros y niños, echando al viento sus versos peregrinos; el recorrido del buen Arrambide con el fuerte rechinido de su pata de palo anunciando su rígido paso.
Petrita Nájera, vestida por completo de luto, invitándonos a la misa, después don Eleuterio su esposo, con los garrafones de las esencias para las aguas gaseosas, las de zarzaparrilla eran la delicia de propios y extraños. Recuerdo que les hacía dos o tres mandados y me ganaba tres horas de lectura en su estaquillo de dulces, refrescos y revistas, revistas de monitos que fueron para mí, el contacto más fascinante con la lectura.
Ese mundo que en estos relatos fui desmadejando con el regocijo de una charla junto a un fogón en época de frío; con recuerdos, unos vividos y otros contados, más que por repaso estrictamente histórico -tarea que se la dejo a los especialistas en la materia- sí, por deleite de revivir una época, una vida, formas insólitas del ser humano en su proverbial anhelo de existir y de esperar.
Historias dadas en la magnitud de su momento, tal vez ahumadas por el transcurso del tiempo para saborearlas como el vino añejo, reflejadas como imágenes de retratos en sepia, produciéndonos nostalgia a los que queremos al terruño donde nos tocó vivir, moviéndonos el corazón, haciéndonos esbozar una sonrisa y por qué no, también alguna lágrima.
Reconozco de antemano que no todo tiempo pasado fue mejor, como un mecanismo de defensa, solemos olvidarnos de sus tragedias y sus dramas y sólo recordamos lo que nos gusta o queremos recordar, la anécdota relata, lo festivo e ingenioso de algún suceso, a personajes de carne y hueso, pero de cuyos hechos singulares, al paso del tiempo, al ser narrados de generación en generación, es probable que se hayan idealizado o mitificado por los narradores; procuré ser fiel en la narración de los hechos, conservando hasta donde se pudo, el léxico y la situación que los envuelve a sabiendas que existe la posibilidad de que algunos personajes o familiares de los aludidos, tal vez se molesten por lo cual de antemano pido disculpas, tampoco me sustraigo de la crítica o de otra interpretación que de ellos se haga.
Buscando la objetividad -tarea imposible en estos menesteres del contar popular- acudí con algunos protagonistas, testigos fieles o familiares de los que las vivieron a quienes agradezco de antemano su colaboración.
También cabe aclarar, me auxilié cuando fue necesario, de algunos textos que refrendaran los datos históricos que a veces se escapan de la historia oral.