Por: Virginia DeLuca
Mi amiga me llamaba tres veces al día.
“No soy capaz de mantener relaciones”, le decía.
“No”, me respondía ella, “él fue incapaz de ser sincero”.
Mi marido, de 60 años, me había dicho de la nada que quería divorciarse para poder encontrar a alguien con quien formar su propia familia. Y luego se marchó. Me quedé impactada. Nunca me había mencionado nada parecido en los diez años que llevábamos juntos. Era mi segundo marido. Yo ya tenía hijos de mi primer matrimonio.
Randy escuchó mientras le describía con lujo de detalle nuestra última conversación. Ella vivía en Boston; yo estaba en Nuevo Hampshire. Era nuestra llamada de la tarde y oía la sirena de una ambulancia a través del teléfono. En mi extremo se oía el ruido de pájaros que se apareaban insistentemente: era primavera.
“¿Cómo no me di cuenta de que era infeliz?”, le dije. “Soy terapeuta”.
“Ni siquiera tú puedes leer la mente”, me respondió. “Él era experto en ocultar sus sentimientos”. Randy habla tan rápido como yo y tiene el pelo tan rizado como el mío. Durante ese tiempo, fue infinitamente paciente mientras yo le contaba las mismas historias una y otra vez.
Lo único que quería era no ver a nadie, no hablar con nadie. En las semanas posteriores a la partida de mi marido, mis antecedentes inmediatos dictaban que yo era incapaz de ser amada, una vieja historia arraigada en mi infancia, y me sorprendió la fuerza con la que brotó de lo más profundo de mi ser.
Si no contestaba, mi amiga volvía a llamar. Llevábamos décadas haciendo esto la una por la otra. Nos conocimos cuando nuestros primeros hijos eran bebés. La mayoría de nuestras contemporáneas se estaban convirtiendo en mujeres pioneras en facultades de Medicina y Derecho o se estaban incorporando a equipos de construcción.
En cambio, nosotras formamos un grupo de toma de conciencia y las mujeres que conocí allí se convirtieron en nuestro grupo de mujeres, que siguió reuniéndose más de 40 años después. Analizábamos nuestras relaciones, revelábamos nuestros pensamientos y deseos más íntimos y cantábamos con Marlo Thomas y Harry Belafonte “Parents Are People” y con Helen Reddy “I Am Woman”.
Mi amiga y yo celebramos la llegada de nuevos bebés, amores y carreras profesionales, y nos ayudamos mutuamente a superar las pérdidas. Nos apoyamos la una a la otra, sosteniéndonos cuando alguna se tambaleaba. Cuando mi hermano estaba muriendo de sida, ella organizó los vuelos, me metió en un taxi y me llevó a casa mientras yo lloraba. Nos mantuvimos firmes cuando nuestros hijos amenazaron con desviarse hacia territorios peligrosos.
Conocíamos los puntos débiles y sensibles de la otra y no necesitábamos hurgar en ellos. A ella le molestaba mucho que la criticaran; yo odiaba que me dijeran lo que “debía” hacer.
Así que, cuando mi marido, que antes era cariñoso y atento, decidió de repente que quería una vida diferente, una que incluyera tener sus propios hijos, intenté encontrarle un sentido mientras mi amiga y yo paseábamos por el estanque del cementerio Forest Hills en Boston. Expresé en voz alta que me preocupaba que él estuviera sufriendo inicios de demencia y que yo, como parte de nuestros votos matrimoniales, tuviera que cuidar de él.
Randy se detuvo tan bruscamente que casi me tropiezo con ella.
“¿Estás loca?”, me preguntó. “Elegiría muchas palabras para describir a este hombre, pero ‘demencia’ no sería una de ellas”.
“Lo que dice no tiene sentido”, le señalé. “Los cambios de comportamiento son un síntoma de demencia frontotemporal. Lo investigué. Encaja perfectamente”.
Ella reanudó su marcha. No replicó, pero imagino que se estaba mordiendo la lengua.
Le hablé de otra amiga que acababa de terminar un libro sobre cómo terminan las relaciones. “Siempre hay señales, pero la gente rara vez les presta atención”, me insistió esa amiga, antes de apurarse a añadir: “No me refiero a que fue culpa tuya”.
“No, no es culpa tuya”, reiteró Randy con seguridad y convicción. “Sentémonos”.
Después de que mi esposo se fue, la gente me juzgó. Insistían en que seguro me había engañado. ¿Qué se me había escapado? ¿Acaso nunca habíamos hablado de que él quería tener hijos? ¿Cómo era nuestra vida sexual?
Yo lo entendía. La pérdida es una constante y, aun así, es un miedo enorme. Todos queremos creer que podemos ser inmunes a la pérdida si hacemos todo bien. El amor y el apego son una apuesta. Cada persona a la que amamos se lleva un pedacito de nosotros, y luego son descuidadas, se olvidan de mirar a ambos lados de la calle, beben demasiado o escalan acantilados.
La gente muere. Deja de amar. Se va. Nosotros sufrimos la pérdida.
La única forma de evitar este dolor es evitar el amor. Yo sabía que esa era una forma demasiado difícil de vivir.
Tenía que llevar mi auto al taller y el taller ofrecía un servicio de transporte que me llevaría a casa y luego me traería de vuelta. ¿Lo ven? Mírenme, una mujer soltera e independiente.
El conductor era muy hablador. Me enteré de que venía de Rumanía y que tenía hijos mayores que estaban estudiando la universidad. Cuando le hablé de mis nietos, me preguntó dónde estaba mi esposo.
Me sentí incómoda. “Perdí a mi marido”, le contesté, mirándolo con tristeza. De cierto modo era verdad.
Cuando mis conocidos me preguntaban sobre mi divorcio, yo respondía: “Soy mala eligiendo maridos”. Lo decía como si no tuviera la habilidad de elegir un melón maduro en el mercado.
Lo que realmente quería decir, y estoy segura de que no engañé a nadie, era: “¡Yo no soy el problema! ¡No es porque sea mala en las relaciones!”.
Creía que mi marido y yo teníamos una relación maravillosa. Evidentemente, no era cierto. ¿Acaso ya estaba en una nueva relación? ¿O estaba persiguiendo una fantasía de recuperar la juventud? ¿De dónde venía este deseo de tener su propia familia?
Mi amiga y yo analizamos juntas el tema, diseccionando cada conversación.
Todos los seres humanos contamos historias, y la más poderosa es la que nos contamos a nosotros mismos sobre nosotros mismos. En muchos sentidos, esta historia sí refleja quiénes somos. Quiénes éramos, de dónde vinimos y hacia dónde vamos.
Mi esposo se marchó sin avisar y, en mi opinión, sin una explicación adecuada. Le pregunté una y otra vez por qué, y él solo era capaz de balbucear entre sollozos antes de colgar el teléfono. Era tan confuso como devastador.
Yo insistía en preguntarle si alguno de mis recuerdos era verdadero. Nos encantaba pasear juntos por Marginal Way, en Maine. ¿O solo a mí me gustaba? ¿Y cocinar juntos? Cuestioné mi alegría al jugar con él en el mar y reír con amigos alrededor de una fogata.
Este final repentino destruyó nuestra vida juntos, pero él también se llevó mi historia consigo. Me dejó sin historia. Todo lo que había creído sobre mí misma se hizo añicos y quedó esparcido por el suelo.
Día tras día, mi amiga me llamaba, me visitaba y me invitaba a salir. Me preguntaba cómo le iba a mi nuera con el entrenamiento para dormir de mi nieto. Y yo recordaba cómo yo había resuelto los problemas de sueño de mi hijo. Mi amiga me preguntaba cómo mi jefe manejaba a un empleado en el trabajo y yo le contaba cómo yo había evitado varias crisis.
No eran acontecimientos importantes, pero de esta manera, Randy me mantuvo cuerda, repitiéndome la historia de mi vida. Era una historia que no podía recordar y que apenas podía oír, llena de valentía, fuerza y buen humor frente a la adversidad.
Ella conservó mi historia hasta que yo pude volver a contarla por mi cuenta.
No tengo palabras para describir este amor. Llamarla “mi amiga” no es suficiente. Todos tenemos vínculos que desafían las etiquetas. Ella y yo no somos primas, amantes ni hermanas. Necesito un nombre para esta relación.
Ahora, once años después, Randy y yo tenemos 73 y 72 años y compartimos la aventura de envejecer. Tenemos el mismo cardiólogo. Escapamos de nuestras vidas cotidianas, viajamos a Provincetown para escribir y pasear por Commercial Street. Ella es una escritora brillante y muy publicada, y yo compro todos sus libros y los regalo en Navidad. Acabo de publicar mis memorias, que ella me animó a escribir.
Ella presume de mí. Estoy muy orgullosa de ella. Hablamos todos los días y paseamos a menudo. Analizamos nuestros amores. Ella sabe todos los detalles de cómo se rompió la tubería de mi desagüe el martes, y yo sé cómo han pasado el invierno sus hortensias. De vez en cuando tenemos diferencias. Ella cree que no me preocupo lo suficiente y yo creo que ella se preocupa demasiado.
Ya no me considero un fracaso en el amor porque, después de todo, la he amado tan profundamente y tan bien durante tanto tiempo. Ella es la prueba de que sí tengo amores duraderos, aunque no maridos duraderos.