Por: Kelsey Abkin
El restaurante del crucero tenía alfombra de pared a pared, velas con llamas falsas y el aire acondicionado a máxima potencia. Miré mis pantalones de 5 dólares con estampado de elefante y luego, al otro lado de la mesa, a mi compañero de viaje de 72 años, su pelo blanco y su gran sonrisa torcida.
Yo tenía 19 años y estaba en un crucero de parejas con mi padre.
Fuera del restaurante, los arrozales se extendían en la distancia. Dentro, personas muchas décadas mayores que yo miraban de reojo a nuestra mesa para dos.
“Ay, no”, pensé. “Creen que es mi marido”.
“¡Papá, papá, papá, papá!”, exclamé. Aún no sabía que utilizaría este llamado muchas veces más, en muchos continentes más.
Yo no era la primera opción de mi padre para esta escapada flotante. Era su novia, pero lo dejó. Así que yo, la hija a la que apenas conocía, llené la vacante.
Unos años antes, mis padres me sentaron y me dijeron que se iban a divorciar. Me sentí aliviada: los meses anteriores de susurros a puerta cerrada y, en una ocasión, el incómodo ruido de la pasión seguido de horas de llanto me habían convencido de que alguien se estaba muriendo. Mi madre suspiró al recordar mi falta de emoción en aquel momento y me dijo: “Reprimes todo”.
Pero yo comprendía algo que ella aparentemente no: que muchas cosas no cambiarían. Mi padre era un adicto al trabajo con un gran corazón y una necesidad aún mayor de mantenerse ocupado. En algún momento, mi madre, mi hermana y yo nos mudamos a Francia durante un año mientras él enviaba cheques desde casa.
Verán, yo era miembro de la Familia 2.0. Su primera familia empezó cuando, a sus 18 años (con un bebé en camino), dejó de beber cerveza, dejó de estrellar autos contra árboles y se matriculó en la escuela vespertina, y luego en la facultad de Derecho.
“Iba a ser policía”, me contó una vez riéndose.
Él y su primera esposa tuvieron una gran boda italiana, una gran hipoteca, tres hijos y un gran divorcio.
Veinte años después, conoció a mi madre y lo hizo todo de nuevo, por lo que terminó en un departamento, posterior al divorcio, que yo visitaba los fines de semana por amor, culpa y una orden judicial.
Mi padre, recién divorciado, se dedicó entonces al trabajo, a la religión (el budismo y el judaísmo que había medio olvidado), pero sobre todo a las mujeres. Salió con muchas, ninguna mayor de 40, siempre guapas, siempre perdidas ante la primera pregunta difícil.
Había una rubia de Tennessee con la que terminaba y regresaba constantemente y a quien no le gustaba que yo no fuera a la iglesia. (De nuevo, somos judíos.) Y la madre soltera con cuerpazo que conoció en el gimnasio. Y la mujer con el infame tatuaje en la parte baja de la espalda. Una vez le sujeté el cabello en un bar mientras vomitaba.
En su búsqueda interminable, mi padre hacía de estas mujeres su mundo en un instante. Yo esperaba prácticamente desaparecer en el torbellino. En cambio, ocurrió algo inesperado: me añadió a la rotación. Pero no como novia, claro.
Un día caluroso, mientras caminaba hacia mi clase universitaria en la plaza Sproul de Berkeley, sonó mi teléfono. Mi padre estaba irritado, un estado de ánimo que utilizaba para enmascarar la tristeza.
“Tenía un viaje planeado con mi novia”, relató, “y ya no va a venir. ¿Quieres venir conmigo? Yo pago todo”.
Le dije que sí. Ni siquiera recuerdo haber preguntado a dónde iríamos. Quizá no quería saberlo. Quizá ya sabía que este era el tipo de plan al que aceptas unirte para mitigar cualquier arrepentimiento en el lecho de muerte.
Resultó ser un crucero para parejas por el río Mekong.
Debí haber preguntado.
Dos semanas después, estábamos embarcando en Camboya. En los primeros días no hubo ningún acontecimiento importante. No porque fueran tranquilos, sino porque la incomodidad era tal que me impidió crear recuerdos. Casi todas las tardes, acampaba en la cubierta, donde modificaba el borrador de mi ensayo de filosofía para la universidad (segura de que acababa de superar la inteligencia de Descartes) mientras los jubilados me observaban, discretamente fascinados. Mi padre casi siempre se quedaba abajo, en una de las camas individuales, revisando sus mensajes de texto.
Las primeras noches se sintieron demasiado como primeras citas: con mucha cortesía, esperando a que algo conectara. Y como en la mayoría de las primeras citas, necesitamos un par de tragos para romper el hielo. Una noche cálida, bajamos del barco para visitar el Club de Corresponsales Extranjeros de Camboya, un lugar que vivía en mi lista de destinos que visitar antes de morir. Pedimos cocteles y hablamos de política.
En el camino de vuelta, cuando nos dirigíamos al muelle en un tuctuc sin techo, empezó a diluviar. Para cuando llegamos, la puerta del muelle estaba cerrada y no podíamos entrar. Esperaba que mi padre entrara en pánico, que maldijera al universo, que mirara su teléfono. Pero no, echó la cabeza hacia atrás y aulló de la risa. Imaginé que esa era la risa que tenía antes de su primer matrimonio. Me le uní.
A la mañana siguiente, mientras llevábamos nuestros pantalones empapados a secar al sol, nuestras interacciones adquirieron una nueva ligereza. Yo era joven y aún intentaba descifrar si la vida debía ser seria o no. Decidí en ese momento que no tenía por qué serlo. Nos la estábamos pasando bien. ¿Acaso no bastaba con eso?
Volví a casa de aquel viaje con fotos turísticas mal tomadas y correos electrónicos de pasajeros ansiosos por presentarme a sus hijos. Una semana después, mi padre volvió con su novia, lo cual definió nuestra escapada a Camboya como una edición limitada.
En los años siguientes, esto se convirtió en un patrón. Viajar era su lenguaje del amor y su terapia. Después de Camboya, empecé a dar seguimiento a sus relaciones. Para pedir vacaciones en mi trabajo debía avisar con dos meses de anticipación.
Mientras tanto, yo estaba adquiriendo mis propios malos hábitos en las relaciones. En una ocasión, le envié a un novio con el que terminaba y regresaba a cada rato el itinerario que tenía con mi padre para visitar la Patagonia, con la intención de que fuera con nosotros, como si yo también pudiera fabricar un compromiso mediante planes de viaje a futuro. Por supuesto, pronto salió de mi vida, y pasé 10 días azules y glaciares esperando que el frío adormeciera el dolor de mi corazón.
Durante los años siguientes, mi padre y yo viajamos juntos por el mundo. La Patagonia, Nashville, el “hotel más romántico del mundo” en Sicilia. En cada ocasión, yo decía “no” en mi cabeza y “sí” en voz alta a sus invitaciones.
Unos meses después de nuestro crucero por Camboya, estábamos sentados en un bar poco iluminado de Nashville y mi padre me preguntó: “¿Le mando un mensaje?”.
“¿Quieres que te quite el teléfono?”, le respondí. “Si te quiere, te lo demostrará”.
Era un consejo que yo misma necesitaba seguir.
Para cuando estábamos encaramados bajo el Etna, preguntándole al empleado del spa si podíamos cambiar el masaje en pareja por el individual con piedras calientes, habíamos desarrollado una especie de relación. Era una relación divertida, intencionadamente informal.
Sin embargo, a pesar de la informalidad, se había convertido en algo innegablemente estable y cariñoso a su manera. Era una estabilidad que necesitaba en mi vida y que, con el tiempo, me ayudó a encontrar un amor que era todo menos informal en mi novio (ahora esposo) Zach.
Muchas veces intenté sentir rencor por ser siempre la segunda opción de mi padre, la sustituta cuando la primera opción se iba.
“¿Sabes? Después del divorcio, me quedaba en su casa quizá una vez al mes”, le conté a Zach, “y él se iba a visitar a su novia. ¡En la única vez que yo lo visitaba!”.
“Mmm. Es que no lo entiendo”, me dijo Zach. “Su relación parece genial”.
Tenía razón; mi enfado era fingido. Era demasiado tarde. Mi padre amplió mi tolerancia para absorber lo bueno, lo malo y lo feo, y para que no me afectara nada de ello. No a propósito, sino por el hecho de que él era esas tres cosas y yo no podía evitar aceptarlo por completo.
Con el tiempo, dejé de juzgar su búsqueda por sentirse bien y empecé a fijarme en su esfuerzo por hacer el bien: cumpleaños anotados con un año de antelación, turnos de voluntariado, protestas. Al soltar esos nudos en él, descubrí los míos propios: la forma en que confundo el caos con la cercanía. Así que probé algo diferente. Elegí a alguien estable. Dejé que Zach entrara a mi vida.
Sin ceremonias, el tiempo avanzó. Hace poco, Zach y yo fuimos en auto a casa de mi padre para estar allí cuando sacrificaran al perro de nuestra familia, Oscar. Mis padres, mi hermana y yo pasamos la mañana inmersos en nostalgia, viendo videos caseros, con la esperanza de encontrar una imagen de Oscar de cachorro.
Encontramos eso y mucho más: recitales de Navidad, partidos de fútbol, rabietas.
“Vaya, yo no estuve ahí para nada de esto”, comentó mi padre con melancolía.
Eché un vistazo a su cocina sobria. Los únicos adornos eran fotos pixeladas en marcos de CVS. Nosotros en la Patagonia. Nosotros en Sicilia. Nosotros en Camboya, compartiendo un paraguas, con el pelo empapado.
Zach me apretó la mano. Miré a mi padre y sonreí, sintiendo una mezcla abrumadora de amor y aceptación. Quería que supiera (no solo por fuera, sino en lo profundo) que lo comprendía. Que era un padre, pero antes era una persona. Que todo estaba bien. Que la vida es complicada y que nuestras historias nunca son tan sencillas como queremos que sean.