Doña Cotilla, esposa del señor Porras, le pidió a su marido que la llevara a un cierto cabaret que estaba muy de moda en la ciudad. Sus amigas habían oído hablar de ese lugar, le dijo, y ella quería conocerlo. El señor Porras se resistió al deseo de su consorte. No era él, le dijo, hombre para andar en esos sitios. Estaba dedicado, lo sabía ella muy bien, a su trabajo de contable, labor que reclamábale todas las horas del día, y con frecuencia muchas de la noche. Pero ella se empecinó en su pretensión, y tal ardimiento puso en la demanda que el pobre señor Porras hubo de ceder al fin, cosa que siempre sucedía. Una noche –era jueves– el señor Porras y su esposa tomaron un taxi y fueron al ya citado cabaret. Cuando entraron en el local uno de los recepcionistas saludó al señor Porras con familiaridad: “Quihubo, Porritas”. “¿Por qué te saludó así?” –pregunta con extrañeza doña Cotilla–. “De solteros vivimos en la misma colonia” –replica el señor Porras–. Al dejar los abrigos en la guardarropía la chica encargada saluda alegremente al recién llegado: “¡Hola, señor Porritas!”. Amoscada, la esposa inquiere otra vez: “¿La conoces?”. “Trabajó en la compañía hasta hace algunos meses” –responde el señor Porras–. Llega el capitán para llevarlos a su mesa. “Qué bueno que nos visita otra vez, amigo Porras” –le dice con gran confianza–. Doña Cotilla, suspicaz, interroga a su marido: “¿Acaso has estado aquí antes?”. “No –farfulla el señor Porras–. Seguramente me ha visto en otra parte y cree que he venido aquí”. En ese momento empezó la variedad, y eso libró al nervioso señor Porras de enfrentar más cuestionamientos. Salen las coristas, todas muchachas atractivas, llenas de redondeadas curvas, y empiezan a bailar un animado galop. La vedette principal, mujer de ebúrneas carnes, y pomposas, baja del escenario, y sin dejar de cantar y contonearse va en derechura a la mesa en donde estaba el señor Porras. Se vuelve de espaldas a él y le presenta los hemisferios que en la vida cotidiana le servían para sentarse. Luego pregunta en alta voz y picaresco tono: “¿De quén chon estas cochitas?”. Responden a coro las bailarinas y todos los presentes: “¡De Porritas!”. El público rompe a aplaudir con entusiasmo; se escuchan voces de saludo y congratulación: “¡Hola, Porritas!”. “¡Bravo, Porritas!”. “¡Las traes locas, Porritas!”. Doña Cotilla no puede aguantar más. Se pone en pie violentamente; agarra por la manga del saco a su marido y casi arrastrándolo sale con él del establecimiento entre las risas del culto público asistente. Aturrullado, el señor Porras llama en la puerta a un taxi de los que esperaban frente al cabaret. Mientras el vehículo se aproximaba la furiosa doña Cotilla llenaba de improperios y mamporros a su infeliz marido. Sube al taxi el señor Porras bajo el diluvio de bofetadas, molondrones, cachetes, soplamocos, guantazos, mojicones y zurridos que su fiera señora le asestaba. El taxista, con una gran sonrisa, le dice al desdichado: “Hoy se pescó una muy brava, señor Porritas”… Dos maduras señoritas solteras vivían juntas. Cierta noche una de ellas oye ruidos, y alcanza a sentir a un ladrón que andaba por la habitación, y que al darse cuenta de que ella había despertado se mete abajo de la cama. “Sianhela –dice la señorita a su amiga–. Un hombre está abajo de mi cama”. “¡Pues súbelo, pendeja!” –dice rápidamente la otra señorita… Dice la secretaria al agente de ventas: “Le juro que el jefe no está, señor. Lo que sucede es que esta blusa se me desabotona sola”… El ardiente cuanto inexperto jovenzuelo en vano trataba de obtener los favores pasionales de la voluptuosa rubia experta en los variados lances del amor. “Mariví –decía desesperado el jovenzuelo–, si no accedes a lo que te pido dame al menos la luz de una esperanza”. “Lo siento, chiquito –responde ella–. Por esta vez tendrás que buscarte una lámpara de mano”… FIN.
Noche de cabaret
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