“Mire… fresquecita y bien sabrosa”, oigo que suelta don Ángel Torres al tiempo que gira la manija de la llave, y el agua, con que se llena el bebedero para que tomen las escasas vacas que aún pastan por el ejido, escapa a borbotones cristalinos.
Tal vez, quién sabe, si don Ángel y sus compañeros de “La Casita” hubieran permitido que hace 30 años el gobierno de Coahuila los despojara de su agua para llevársela a Saltillo, don Ángel no estaría alardeando de la calidad de su agua.
Tal vez si don Ángel y sus compañeros de La Casita hubieran permitido que hace 30 años el gobierno de Coahuila les robara su agua, el paisaje de La Casita, que es un desmesurado bosque de pinos a dos mil 400 metros de altura bajo un cielo realmente paradisiaco, ya hubiera desaparecido.
Don Ángel está sentado encima de la pila de aguas diáfanas, al fondo su huerta de cedros, la cerca de postas, la cima pedregosa de la montaña y sobre su cabeza, metida en su sombrero campesino, otra vez el cielo, cargado de azul.
Ángel dice que por ahí, a lo largo del arroyo “Villa de Patos”, están todavía las señas de los ocho pozos exploratorios que perforó el gobierno en La Casita y sobre los que, después que los ejidatarios se levantaron en un movimiento social para defender su agua, se colocaron sellos o tapones de fierro, de clausura, y ahí se quedaron las marcas.
Ese amago, revive don Ángel, ocurrió hace exactamente tres décadas, en septiembre de 1995, en tiempos del gobernador Rogelio Montemayor Seguy, cuando una cuadrilla de hombres irrumpió, sin permiso del grueso de los ejidatarios, en La Casita, municipio de General Cepeda, hicieron tumbadero de árboles, metieron maquinaria pesada y se pusieron a horadar en la tierra buscando el tesoro que es el agua.
Otras versiones sobre el conflicto hablan de acuerdos, contratos, convenios, promesas y mala fe, pero ni los políticos de aquella época ni los ejidatarios de La Casita quisieron recordar.
“En ese tiempo el gobierno les estaba dando una baba a los ejidatarios porque le permitieran el acceso al agua”, revela Francisco, un ranchero de San Marcos del Encino, municipio de Saltillo, situado antes de llegar a La Casita.
Se trataba, los campesinos sabrían después, de un proyecto de exploración de pozos de agua denominado Carneros 2, que había echado a andar el gobierno de Coahuila a través de un mentado Fideicomiso del Agua (Fidagua), con el fin de checar qué tanta agua había en los bajos fondos del profuso bosque de La Casita, y la viabilidad de sacar esa agua para llevarla hasta Saltillo, que ya empezaba a padecer los estragos del desabasto del líquido.
Pero La Casita no sería el único ejido del que las autoridades pretendían chupar el agua.
OJOS PUESTOS EN “LA CASITA”
El Fidagua había realizado, paralelamente, más exploraciones, los ejidatarios ignoran cuántas, en un radio de 50 kilómetros de largo por 40 de ancho, en el llamado Cañón de Carneros, profundidades de la Sierra Madre Oriental y la Sierra de Patos, donde hay asentadas otras comunidades de General Cepeda y Saltillo como El Nogal, La Paz, El Jaralito, San José del Refugio, San Marcos del Encino, Santa Victoria, Palmas Altas, Tinajuela, Fraile, la India y Buñuelos.
“Había ese proyecto de Rogelio Montemayor de llevar agua a Saltillo, y de repente empezaron a hacer pozos de prueba por el Cañón de Palmas Altas, como rodeando la sierra, y llegaron hasta La Casita. Y como siempre las primeras víctimas somos los jodidos. Cada vez tenemos menos agua, cada vez es más difícil vivir y estos lo quieren resolver con el asunto de darles empleo en la maquila a los jóvenes de los ranchos”, reprocha Juan Gamboa Maldonado, integrante del colectivo Sí A la Vida y líder de los Custodios del Agua del Arroyo San Miguel, una mañana que charlamos en el solar de su casa en el ejido Jalpa, General Cepeda.
Ángel, como otros campesinos de la zona, piensa que los ojos del gobierno estaban ya puestos en La Casita, que es, como los ejidatarios dicen, sin ser expertos en geología, el vaso que se llena con todas las aguas que corren por esta región.
“La Casita es como el lugar donde entra el agua, es como la boca, por ahí entra el agua a General Cepeda. Había mucha agua, porque también estaban los deshielos, que ya se acabaron, pero es esa falla de la sierra y es por donde entra toda esa agua…”, dice Gamboa Maldonado.
Solo que el proyecto que el gobierno de Coahuila, respaldado por la Comisión Nacional del Agua, (CONAGUA), había calificado de muy ambicioso para localizar futuras fuentes de abasto de agua, que serían destinadas a Saltillo y su entonces naciente zona industrial ubicada al sur de la ciudad, no afectaría únicamente a La Casita, donde nace el arroyo Villa de Patos, sino a localidades enteras de General Cepeda y Parras de la Fuente que se alimentan con esas aguas.
“Chupando los pozos de aquí, llevándose el agua, se les acaba todo ái pa allá, hasta Parras, porque es la cordillera donde va el agua. Si empiezan a sacar el agua de estos manantiales se les seca allá, se les acaba en muchas partes…”, previene don Ángel Torres.
LA RESISTENCIA
Los campesinos de La Casita, junto con pobladores de otras, dice Ángel, al menos 47 comunidades de Saltillo, General Cepeda y Parras, se organizaron para impedir que las autoridades saquearan una sola gota de ese tesoro escondido en las honduras de la sierra.
Y la emprendieron entonces en una serie de manifestaciones pacíficas, como signo de su inconformidad ante la actitud prepotente del gobierno y del Fidagua, cuyo gerente a la sazón era el político José María Fraustro Siller, exalcalde de Saltillo, y su vocal ejecutivo Mario Eulalio Gutiérrez Talamás.
“Hacíamos caminatas, fuimos a parar hasta ‘La Casita’, nos sentamos alrededor de los pozos. No íbamos a permitir que se llevaran el agua”, me cuenta en otro tiempo, en otro lugar, Jesús Mario Roque Ramos, el gerente del Sistema Municipal de Aguas y Saneamiento (SIMAS), de General Cepeda.
A la lucha se habían sumado algunos agroempresarios de la región, interesados en el agua, la tierra, y, en general, los recursos naturales del semidesierto, como el director de Agroindustrias Faroc, Emilio Arizpe; el productor de nuez José Antonio Rivero Larrea, y la Familia Milmo Brittingham, de Casa Madero.
“Le chambeamos junto con empresarios y entonces entre todos hicimos como un bloque para evitar que se llevaran el agua. En ese tiempo querían 32 millones de metros cúbicos”, narra Juan Gamboa Maldonado.
Y hay quienes afirman -otros no lo creen tanto-, que hasta el Ayuntamiento cepedense, al frente, en aquellos años, del hoy fallecido político priista Rodolfo Zamora Rodríguez, “La Chopa”, se habría opuesto al proyecto del Fidagua.
Juan dice que durante esta lucha pasaron cosas raras.
“Bueno, nada de raro, los empresarios no la brincan sin huarache. Primero nos abandona Pepe Toño Rivero, pensamos que hubo un arreglo con Rogelio Montemayor, y ya Pepe Toño muestra como desinterés en el asunto, a pesar de que era una de las cabezas junto con Emilio”.
Sobre los detalles de aquel conflicto los campesinos de La Casita, como don Ángel Torres, que en su mayoría pasan ya de los 80 años –La Casita es un pueblo de viejos-, recuerdan poco o no quieren recordar.
Dicen que hay que desempolvar libros con actas de pasadas asambleas ejidales, que los comisariados eran otros, que no tienen tiempo para atender periodistas.
Y cuentan lo que todos por acá: que un abogado, Fernando Cisneros Barrón, de Torreón, que ya murió, les sacó una serie de amparos contra el proyecto del Fidagua ante el Tribunal Agrario, y los pobladores de La Casita, y de los demás ejidos involucrados en el conflicto por el agua, ganaron.
“Ganamos el amparo, evitamos que se llevaran el agua a Saltillo”, precisa Juan Gamboa, integrante del colectivo Sí A la Vida y líder de los Custodios del Agua del Arroyo San Miguel.
Francisco, un ejidatario de San Marcos del Encino, municipio de Saltillo, relata que incluso los del gobierno anduvieron haciendo trazos para la introducción de la tubería, pero como salió el amparo a favor de los rancheros, pararon y se fueron.
Juan narra que para poder entrarle al asunto de defender el agua de los ejidos, los campesinos tuvieron que documentarse ampliamente, hacerse con muchos datos sobre cuencas, subcuencas y acuíferos de la región.
“Es más, en ese tiempo no sabíamos ni por dónde corría el agua. No teníamos claro dónde empezaba la cuenca, a qué cuenca pertenecíamos, cuáles eran las subcuencas. Nos dimos cuenta que éramos parte de la gran cuenca del Nazas – Aguanaval, y que la cuenca empieza desde El Potosí y que toda esa agua, la que llega a Parras, era agua que va por atrás de la sierra, y el agua que nos llega a nosotros es la que nos filtra de esa gran cuenca, y que hay una subcuenca, la Saltillo Sur, la General Cepeda – Sauceda, la Paila – Sauceda…”.
Lo mejor fue que después del fallo aquel, dice Ángel Torres, el gobierno de Coahuila, y su dichoso Fideicomiso del Agua, que por cierto desapareció, no volvió a pararse en el ejido.
En cambio, El Tribunal Unitario Agrario los declaró, en la sentencia de aquel amparo, (expediente 20-S-310/99), dueños de los ocho pozos que el Fidagua había edificado, por estar estos dentro de las mil 415 hectáreas que conforman el ejido.
“Toda vez que en este caso no existió previamente consentimiento del ejido por escrito, y que el ejido es propietario de las tierras (…), Fiadagua edificó de mala fe en terreno ajeno, sin que tenga derecho de reclamar indemnización alguna del daño”, se lee en la resolución del amparo.
TESORO CODICIADO
Francisco, ejidatario de San Marcos del Encino, municipio de Saltillo, rumbo a La Casita, dice que no es por nada, pero que en el Cañón de Carneros se da una de las mejores aguas de la región, 100 por ciento potable.
“Te la puedes tomar directamente del pozo, está muy limpia el agua y por eso la han querido agarrar. Han venido los de Aguas de Saltillo, de hecho, se han metido hasta sin permiso a los ejidos. Vinieron supuestamente que eran de la Conagua y se metieron, hicieron un levantamiento”.
Una tarde más bien fría, pero soleada, de noviembre, es que llegamos a La Casita después de haber transitado cuatro horas en un auto compacto por un sinuoso camino bordeado de pueblos casi fantasmas, y una brecha cuesta arriba que nos transporta del desierto más agreste en la llanura, hasta el bosque más voluptuoso, por arbolado, en la montaña.
La Casita, considerado uno los paisajes más vírgenes de Coahuila, es como esos poblachos perdidos, refundidos, en el fondo de la sierra, con sus chozas de adobe, sus cobertizos de palma, gallinero, jardincito con flores fucsia, al que nadie llega por equivocación.
La Casita es como esos poblachos que, de tan solos, ya nomás viven unas siete familias en La Casita, han ido envejeciendo porque sus muchachos prefirieron cambiar la montaña por la jungla de asfalto, y la razón es que, en este pueblo, como en tantas comunidades rurales de Coahuila, ya no hay de qué trabajar.
Y “La Casita” es uno de esos poblachos en los que sus pocas y ancianas mujeres siguen cocinando con leña, se juntan para rezar el rosario por las tardes en la capilla de la comunidad, lavan a mano, mientras sus maridos, también ancianos, se quedan en casa postrados por el dolor de rodillas, de cintura, la artritis, de tanto trabajar la sierra para sobrevivir.
“Ya no salemos a trabajar, nomás tamos comiendo gorda”, me dirá riendo Ángel Torres, 84 años, 12 hijos, todos viviendo en Saltillo.
A nuestro arribo al casco del pueblo topamos con don Refugio Rodríguez, ejidatario, setenta y tantos, que a golpe de vista nos ha confundido a fotógrafo y reportero con un par de turistas perdidos y con el coche averiado en pleno monte. A La Casita nadie llega por equivocación.
Dice que como él tiene una tiendita donde vende aceite de carro pues… pensó que a lo mejor algo se nos ofrecía.
Le contesto que no, que somos periodistas y queremos que nos muestre y nos cuente un poco sobre este bosque erizado de piñoneros, cedros y encinos. Accede sin muchas ganas.
Platica que en este oasis, aun y cuando abunda el agua, ya no hay de qué vivir, si acaso la pura labor, y a veces.
Y platica que aun y cuando en La Casita abunda el agua, sus campesinos tienen que conformarse con sembrar maíz y frijol de temporal para comer, cuando el cielo tiene la ocurrencia de llover.
“Cuando llueve, es que aquí el agua está abajo. Este año estuvieron buenas las lluvias, gracias a Dios…”.
Refugio teme que en La Casita el agua haya comenzado a menguar por los pozos que particulares han perforado en distintos puntos de la región.
“En Derramadero tienen pozos por donde quiera”.
Don Refugio me señala ahora la iglesia del pueblo dedicada al Sagrado Corazón y una huerta de manzanas a sus espaldas, dice que cuando la manzana se da bien, que los ejidatarios recogen dos toneladas, la llevan a vender a General Cepeda y se ayudan.
“Nomás que el año pasado y éste se nos heló todo”.
De vez en cuando caen turistas por el rancho, traen sus tiendas de campaña y se ponen a acampar en el arroyo.
Niños ya no hay, salvo los cuatro nietos de don Refugio, y por eso es que en La Casita hay a la entrada una escuela cerrada y sin maestro.
Le pido a Refugio que me platique de cuando vinieron esos del gobierno a querer llevarse el agua del pueblo…
“Que venían a ver el agua, dijeron, hicieron pozos, pos ai tan”, y eso fue todo.
LA CAÍDA DE UN PUEBLO
Otra tarde en su despacho instalado en el sótano de una antigua casa ubicada en el centro de Saltillo, Gilberto Rodríguez Vázquez, director de la Sociedad Agroforestal, Pecuaria y Ambiental S.C., que ofrece asesoría técnica a varias comunidades del sureste de Coahuila, entre ellas La Casita, dice que la vida en este pueblo empezó a extinguirse cuando hace algunos años el gobierno federal, particularmente la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales, (SEMARNAT), echando mano de un decreto de veda forestal publicado en 1936, prohibió la poda y la tala controlada de árboles en la sierra para, supuestamente, ser una área propuesta para ser protegida.
Hasta entonces los campesinos se habían dedicado, desde siempre, como principal modo de sobrevivencia, a la venta de postas de madera de cedro para la instalación de cercos ganaderos, muy demandados en aquella región.
“Los de ‘La Casita’ se la vieron más complicada, por eso empezaron a meter cada quien una vaquita, ganado, pa medio mantenerse, y sembrar un pedacito de maíz”.
Los de La Casita, a diferencia de la gente de otros ejidos, carecen de parcelas en su comunidad por vivir entre el bosque.
“Ellos no tienen labores agrícolas, tienen puros pedacitos, los huecos que hay en el bosque. Nosotros cuando empezamos ahí era mucho arbolado viejo, que las plagas y los incendios… y estaba deteriorando el monte. Empezamos a hacer el manejo de las podas, quitamos todo lo viejo y se vino arbolado nuevo, brotes nuevos.
“Les justificábamos a las dependencias, ‘es que es mejor que el ejidatario le corte y que le pode, porque estás rejuveneciendo los arbolados, estás reduciendo los problemas de plagas, de incendios… Era una actividad que sí generó empleo pa la gente y al menos la gente estaba ahí”.
A lo largo de 25 años Rodríguez Vázquez, quien actualmente es miembro del Consejo Estatal Forestal, había conseguido bajar para La Casita, a través programas de la Comisión Nacional Forestal (CONAFOR), obras como brechas corta fuego, reforestaciones de pinos y establecimiento de gaviones en el cauce del arroyo Villa de Patos, y otras zonas de la sierra, a fin de asegurar la retención y filtración de los escurrimientos de agua al subsuelo.
“Ya el agua les estaba llevando el ejido, el arroyo se fue ensanchando y toda la corriente venía a dar atrás del ejido”.
Lo que hoy planea Gilberto y su agencia es, en acuerdo con los campesinos, promover a La Casita como un paradero turístico que deje alguna derrama económica en beneficio de las familias que aún habitan el ejido.
“Podemos hacer unas cabañitas, unas palapas, concentrar un área donde no haya arbolado, que está descubierta, que se puedan hacer unas palapitas y se renten y la gente adulta viva de esto, que las señoras hagan comida ahí, unos guisos…
“La Casita” tiene muchos lugares para visitar, hay mucha gente a la que sí le interesa. Aquí puedes hacer hasta rapel. Va mucha gente en Semana Santa y acampa sobre el arroyo, donde está una cascada, un ojito de agua, ahí ponen sus tiendas de campaña y ahí se pasan dos o tres días. Les digo a los señores ‘¿a qué van a la ciudad?, ya no pueden trabajar’”.
ALEJADOS Y SIN RECURSOS
La distancia, La Casita está a unas cuatro horas de Saltillo y a tres de General Cepeda, yendo por caminos pedregosos, y la falta de presupuesto, hicieron que al menos en 2024 el ejido no alcanzara recursos para su sostenimiento.
“No alcanzó para todos”, dice Gumaro Herrera, director de Desarrollo Rural de General Cepeda.
Según datos de esta dirección, el año pasado se ejercieron apenas dos millones de pesos para las 48 comunidades que integran este municipio.
Luis Alemán, microempresario y líder social en General Cepeda, lamenta que hoy las actividades agropecuarias no sean prioridad para ningún orden de gobierno.
“Ahorita la prioridad es acaparar votos, ¿cómo acaparas los votos?, metiéndote de la puerta de la casa para adentro: techos, baños, pintura, despensa, pero nadie está pensando en obras de infraestructura hídrica, en obras de retención de suelo, en obras de manejo de fauna, de flora, nadie, o sea… El gobierno federal puras becas, puro dar, el gobierno del estado igual, los programas que existían y que funcionaban desaparecieron.
“Te hablo que ahorita General Cepeda trae un inventario de menos de 10 mil cabras, cuando en 2010, nada más en un solo ejido había 15 mil, en El Tejocote. Ya no hay chiveros, ya no hay gente que se dedique a las vacas, ya no hay gente que se dedique a producir comida, ahorita es producir camionetas. ¿Por qué crees que Saltillo se está saturando de gente?, porque los ejidos ya quedaron solos. No hubo un programa de atención a las comunidades”.
PERSISTE LA MIRADA EN “LA CASITA”
En julio de 2022, José María Fraustro Siller, entonces alcalde de Saltillo, y quien fungiera como gerente del Fideicomiso del Agua, (Fidagua), a mediados de los noventa, advirtió en entrevista para una agencia de noticias local sobre la posibilidad de retomar el proyecto de traer agua del sur de Saltillo, con todo y que existen amparos ganados por campesinos de la zona.
“A la fecha hay pozos que están sellados y que puede usar el sistema si lo requiere, (…), ese plan no debe detenerse sino seguir”, declaró.
Un funcionario de Comisión Estatal de Aguas y Saneamiento (CEAS), que prefirió no dar su nombre, me comentó que se tendría que llevar a cabo una conciliación con los ejidatarios, además de una valoración de las condiciones en las que se encuentra el acuífero.
“Porque ha bajado, que digas ahí está el agua, ahora quién sabe qué nivel tendrá. Es cuestión de analizar el potencial que hay, por el tema de la sequía”.
Jesús Mario Roque Ramos, el gerente del SIMAS de General Cepeda, reafirma que el gobierno ha vuelto a mirar para aquella sierra, y más temprano que tarde se va a llevar esa agua.
“Posiblemente no tengan previsto lo que va a suceder con Parras, el acuífero corre hacia allá, abren la llave de este lado y se nos va a secar toda aquella parte”.
De vuelta a “La Casita”, le digo a don José, 86 años, mientras está en su silla de ruedas viendo pasar la vida, que si cree que ahora sí el gobierno venga para saquearles el agua de sus ejidos:
“Quién sabe, a lo mejor, ¿pos al gobierno quién le gana? A lo mejor dice ‘nos la llevamos porque nos la llevamos’”.
-¿Tiene usted miedo?
-No, pos nomás que nos dejen pa tomar aquí…