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Entre tinta, juramentos y mole de guajolote; así se formó el Congreso Coahuila-Tejas

Son ya ochenta y tres años los que han pasado por estos huesos cansados, y mientras contemplo la sierra de Zapalinamé, que en mis años de juventud llamaban “Indio Muerto”, siento el deber de poner por escrito los recuerdos de una vida en la que he sido testigo de los acontecimientos más extraordinarios de nuestra tierra.

Mi nombre es Martín de la Cruz Luna; nací en 1802 en San Esteban de la Nueva Tlaxcala, en una casa ubicada en la calle Real del Pueblo. Era una de esas casas típicas, con puerta ancha y dos ventanas con rejas de madera pintadas de verde, razón por la cual la calle se ganó el nombre de calle de las Ventanas Verdes.

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Mi infancia transcurrió como la de muchos otros niños del pueblo: ayudando en las labores de mi casa y en la huerta de mi padre. Mis tareas eran preparar la tierra, regar los árboles cuando nos tocaban las horas de agua de la acequia que bajaba desde San Juan de la Vaquería. En los meses de agosto y septiembre, pizcaba los frutos para venderlos y así ayudar a mi padre a ganar el sustento.

Gracias al apoyo de mi madre, Consuelo Luna, tlaxcalteca pura, recibí mis primeras letras. Ella me repetía que para sobresalir había que aprender un oficio distinto al de horticultor. Fue así que el fraile franciscano Juan Cristóbal de Lara, con gran empeño, logró que al cabo de unos meses supiera leer y escribir.

EL AMANECER DEL 15 DE AGOSTO DE 1824

Sesenta y un años han pasado desde que las campanas de la parroquia de Santiago despertaron a la villa. Al abrir uno de los postigos de mi ventana, vi un cielo azul intenso, casi sin nubes, que prometía una jornada luminosa. La noche anterior había llovido, y aún se respiraba ese olor a tierra mojada que hace de nuestro verano uno de los más bondadosos del norte de México.

Mi madre, que en paz descanse, me preparó huevos revueltos con chile, tortillas recién hechas y café de olla. Comí de prisa, con algo de nervios: era mi primer día como escribano en el Congreso de Coahuila y Tejas. El aroma del desayuno me tranquilizó; era un día común, aunque sin saberlo, sería especial.

Salí de casa cuando la villa apenas despertaba. En la parroquia de Santiago se preparaba una misa de acción de gracias para iniciar la instalación del Congreso Constituyente. Todos sabíamos que algo grande estaba ocurriendo, aunque no pudiéramos explicarlo del todo.

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Tras la misa, nos dirigimos a las antiguas Casas Consistoriales. El salón donde sesionaría el Congreso me parecía majestuoso: muros de piedra encalada, ventanales que dejaban pasar la luz dorada y una pintura del emperador Iturbide, que pronto fue retirada. Las sillas estaban dispuestas en semicírculo, cubiertas con tela azul oscuro. En mi banca de madera, tenía listo mi tintero, plumas de ganso y una libreta para registrar nombres, fechas, decisiones y juramentos.

LOS HOMBRES QUE FORJARON LA HISTORIA

Los diputados llegaron en silencio; solo se oía el crujir de los zapatos sobre las losetas de barro. Eran doce hombres elegidos: Manuel Carrillo, robusto y de bigote espeso; Rafael Ramos y Valdés, alto, delgado y de mirada penetrante; Maximino Varela, el más joven, pero serio; Dionisio Elizondo, meticuloso; José María Viesca, hombre de leyes; Francisco Antonio Gutiérrez, comerciante y experto en números; José Joaquín de Arce Rosales, de carácter firme; Juan Vicente Campos, venido de tierras remotas; José Cayetano Ramos, con su letra clara; Rafael Eca y Múzquiz, visionario; y Santiago del Valle, conocido por su carácter jovial.

Don Manuel Carrillo, elegido presidente, fue el primero en hablar. Después vinieron los juramentos: “Conservar y defender en este estado libre de Coahuila y Tejas la religión católica, apostólica y romana, sin tolerancia de otra alguna”. Así quedó instalado el Congreso “de forma solemne y legítima”, representando unión, autonomía y fe.

EL ALMUERZO QUE REVELÓ PERSONALIDADES

Al mediodía, se sirvió mole de guajolote, tortillas, frijoles y agua fresca de Jamaica. Santiago del Valle bromeó: “Si hemos de gobernar bien, señores, primero hemos de comer bien”. Campos comentó la dificultad de gobernar desde Saltillo a los asentamientos de Béjar: “Es como gobernar dos países distintos”. Qué razón tenía.

En el patio, doña Refugio, una de las cocineras, dijo: “Ora sí, estos señores van a poner orden en estas tierras”. Un comerciante respondió: “Dios la oiga, señora”.

Se votó por escrutinio secreto. Rafael González fue elegido gobernador interino sin oposición. Prestó juramento con su uniforme militar azul. También se decidió que al gobernador se le llamaría “Excelencia”.

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Se nombró a Múzquiz como jefe político; Varela y Del Valle redactarían el documento que exigiría obediencia al Congreso; Ramos y Valdés revisaría los protocolos; Arce Rosales comunicaría a los ayuntamientos; Cayetano Ramos organizaría el archivo; Campos haría un informe de las fronteras, y Gutiérrez prepararía el presupuesto.

Copié una carta del presidente Guadalupe Victoria, fechada el 14 de julio de 1827, felicitando la instalación del Congreso. Sentí orgullo, pero también inquietud por Tejas, llena de colonos que no compartían ni lengua ni costumbres.

LOS CAMBIOS DE UNA VIDA

En 1827, Saltillo fue elevado a ciudad con el nombre de Leona Vicario, y San Esteban pasó a llamarse Villalongín. Luego, ambos recuperaron sus nombres originales y se fusionaron. Pasé años viendo cambios de nombres, gobiernos y guerras: la invasión estadounidense, la intervención francesa, la República restaurada.

Esa noche del 15 de agosto de 1824, volví a casa con los dedos manchados de tinta. Pensé en Tejas, Monclova, el río Bravo, en mi madre y el fraile que me enseñó a leer. Aquella jornada no terminó con el sol: comenzó un camino lleno de luchas y promesas.

He visto pasar emperadores y presidentes, conservadores y liberales, guerras y reconstrucciones. Pero algo permanece: no las constituciones ni los decretos, sino el espíritu de un pueblo que se adapta, resiste y no olvida su esencia.

Saltillo, diciembre 28 de 1885

Martín de la Cruz, testigo de su tiempo

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