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sábado, junio 7, 2025
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Attacca il suono con forza o la épica de los nervios

Un hormigueo serpea por su piel. Pero lo siente en la sangre. Es una sensación quemante, lacerante, persistente. Trata de concentrarse con fuerza en las imágenes memorizadas de la partitura que reposa, muda e impersonal, sobre el sillón de piel. Tararea torpemente algunos pasajes al azar. Mira su reloj con furtiva impaciencia. Gira y se dirige al fondo del camerino. Sacude sus manos sudorosas con energía, pero no tanta para evitar una lesión innecesaria. En ese momento recuerda las sesiones de masterclass tomadas con su maestro de clases de verano. Pero solo acuden a su frenética memoria frases aisladas e inconexas.

Alguien se asoma por la puerta y le anuncia que darán la primera llamada. Balbucea algo que le suena a metal en su abatida lengua. El hormigueo se intensifica. Ahora se estaciona en su espalda, sube a su cuello. Con un reflejo rápido trata de sacudírselo moviendo enérgicamente su cabeza. Un ligero mareo le hace perder el paso rumbo al sillón. Se sienta y cierra los ojos. Trata de calmarse, respira y exhala hondamente, alza los pies y los coloca sobre la mesa de centro. Se concentra en el olor de las flores: la acidez de alguna de las flores en descomposición le provoca una leve arcada de vómito. Se levanta con desgana y lleva el florero al baño. Regresa al sillón, de paso toma el botellín de agua mineral, lo abre y, a punto de tomar, se detiene: recuerda con pavor la sensación apremiante de orinar que lo asaltó varias veces en medio de la interpretación de una pieza debido, sin duda, a la ingesta de agua antes de salir al escenario.

A partir de entonces, prefirió sufrir las incómodas sudoraciones que empapaban su espalda y mojaban su impoluta camisa. La transpiración inicia desde esa línea de angustia; se desborda y no cesa hasta una hora después de la última cadencia de la postrera pieza. Cabila en las transpiraciones cuando aparece, imperceptiblemente, el sonido percutivo en sus sienes. Sabe que no está manejando adecuadamente su ansiedad. Que esas palpitaciones rítmicamente precisas le anuncian la antesala del pavor que, ineludiblemente, le llevarán a encallar en playas de caos. Se arrellana en el mullido sillón y cierra los ojos.

Alguien abre la puerta y anuncia que darán la segunda llamada. Sabe que tiene tiempo. Pasaron casi diez minutos entre la primera y segunda llamada: algún pezzonovante está retrasando las llamadas. Muy al fondo, como rumor de tormenta, apenas percibe el bullicio de público en la sala. Ese rumor farragoso lo arrulla y se abandona a él en un marasmo letárgico. Empieza a sentir el crescendo de la taquicardia, el intenso hormigueo lo siente como leves trepidaciones terráqueas. Surgen en su mente los compases iniciales de Marte, el portador de la guerra. Sigue con emoción las texturas belicosas de las cuerdas y los alientos metales. Concibe el escenario como un campo de guerra. Eso lo aprendió de un maestro que se enfrentaba al piano con la prestancia de un guerrero que sale a imponer su voluntad, su versión y su sonido. La técnica es el sable que doblega y ciñe las más belicosas piezas, no importa el temperamento y carácter de ellas. Agazapadas, entre la maraña de contrapuntos y armonías se esconden las trampas que destruyen el despliegue dactilar, anclado a la borda de la memoria y la destreza. Por ello, sufría el miedo de quebrarse ante los aciertos y precisiones, trabajados arduamente en las horas de estudio en el íntimo campo de entrenamiento, sentado frente al teclado albinegro.

Emoción y técnica, en esas dos palabras se resumía el éxito de un recital: ceñir la emoción, blandir la técnica. Atacar, someter, sujetar, controlar. Ideas que lo permean desde que empezó a incursionar en los escenarios, los campos de batalla donde puede explayar su energía y su imaginación. Alguien se asoma y le dice que en tres minutos darán la tercera llamada. Se levanta y sacude sus brazos. La energía fluye. La siente en sus yemas. La percusión ha penetrado su mielina, se acompasa a su respiración. Inhala y expele a pausas mientras camina lentamente hacia las piernas del escenario. El rumor de la sala lo excita: todo un ejército para domeñar, silenciar y cautivar. Las catorce notas iniciales de la Appassionata de Beethoven cincelan sus sienes, lo retan a lidiar en crestas de sonidos en campos erizados de silencios.

CODA

La épica de los nervios: sin ellos no hay emoción ni visión frente a la música.

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